Lc 1, 46-48. 49-50. 53-54
Nota oracional
Este tercer domingo de Adviento el Salmo se sustituye por un Cántico del Nuevo Testamento, el Magnificat. La salmodia es la forma de cantar los Salmos en las diversas liturgias cristianas y judías. Las liturgias cristianas adoptaron esta forma para el cántico de las oraciones neotestamentarias (Magnificat, Benedictus, etc.) y para algunos himnos. Este canto se realizaba en forma casi recitada y alternada entre un solista y el coro, o entre dos coros.
El saludo profético y la bienaventuranza de Isabel despertaron en María un eco cuya expresión exterior es el himno que pronunció a continuación, el Magnificat, canto de alabanza a Dios por el favor que le había concedido a ella y, por medio de ella, a todo Israel. En conjunto, parece un salmo de alabanza semejante a otros del Antiguo Testamento, por ejemplo: «Aclamad, justos, al Señor, / que merece la alabanza de los buenos. / Dad gracias al Señor con la cítara, / tocad en su honor el arpa de diez cuerdas, / … que la palabra del Señor es sincera» (Sal 32,1-2.4). Pero quizá más afín aún al Magníficat sea el Salmo 135: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (v. 1).
En cualquier caso, hay en el Magnificat algo más complejo que un salmo, algo misterioso; ni siquiera está claro que sea un himno de alabanza por un nacimiento o por una concepción extraordinaria. En este sentido, se asemeja al cántico de Ana (1 Sam 2,1-10), que exalta los grandes cambios realizados por Dios en los acontecimientos históricos, en las situaciones humanas, sin aludir —como sería de esperar— a la experiencia de la maternidad, a la experiencia del embarazo o del parto. Manteniéndose en lo genérico, tiene la ventaja de poder aplicarse a múltiples situaciones.
Los diversos intentos de dividir el himno coinciden al menos en reconocer en él dos grandes partes, aunque no claramente distintas, que tienen en su centro la acción de Dios.
La primera parte (vv. 46b-49) se caracteriza por las partículas «mi» y «me», que se refieren a la persona que canta: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, / se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador; / … Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, / porque el Poderoso ha hecho grandes cosas en mi favor».
La segunda parte evoca la historia de Israel o, mejor, las grandes actuaciones de Yahvé en la historia de la salvación, y comienza en el v. 50: «Y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación». Sigue a continuación el recuento de los grandes hechos realizados por el Señor: «Él hace proezas con su brazo: / dispersa a los soberbios de corazón…», que termina con el v. 55.
La estructura íntima de su canto orante es, por consiguiente, la alabanza, la acción de gracias, la alegría, fruto de la gratitud. Pero este testimonio personal no es solitario e intimista, puramente individualista, porque la Virgen Madre es consciente de que tiene una misión que desempeñar en favor de la humanidad y de que su historia personal se inserta en la historia de la salvación. Así puede decir: «Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (v. 50). Con esta alabanza al Señor, la Virgen se hace portavoz de todas las criaturas redimidas, que, en su «fiat» y así en la figura de Jesús nacido de la Virgen, encuentran la misericordia de Dios.
A las puertas ya del Misterio de la Encarnación que celebraremos en la Navidad, este cántico resuena con fuerza. Acojamos ahora la invitación que nos dirige san Ambrosio en su comentario al texto del Magnificat: «Cada uno debe tener el alma de María para proclamar la grandeza del Señor, cada uno debe tener el espíritu de María para alegrarse en Dios. Aunque, según la carne, sólo hay una madre de Cristo, según la fe todas las almas engendran a Cristo, pues cada una acoge en sí al Verbo de Dios… El alma de María proclama la grandeza del Señor, y su espíritu se alegra en Dios, porque, consagrada con el alma y el espíritu al Padre y al Hijo, adora con devoto afecto a un solo Dios, del que todo proviene, y a un solo Señor, en virtud del cual existen todas las cosas» [San Ambrosio, Exposición sobre el Evangelio de San Lucas 2, 26-27). Sigue leyendo →